Nunca había encontrado nada especial en el otoño como estación. En el DF es simplemente el preludio al invierno, y aunque ciertamente algunas hojas se caen, el paisaje no es radicalmente diferente entre septiembre y diciembre.
El otoño en Chicago es divino. Overwhelming you may say. Los colores de los árboles son de fantasía y la tragedia de que las hojas más rojas son las primeras en morir es devastadora. Nunca tantos árboles habían atrapado mi atención de manera rutinaria, como el señor de los helados al que saludas diario en la misma esquina a la misma hora. Estas semanas caminé frente a un mismo árbol admirando cómo se incendiaba día a día, pensando «tengo que tomarle una foto», hasta que unos días después las ramas secas me decían «es demasiado tarde».
Pisar hojas secas con zapatos de suela de tela es uno de mis nuevos vicios secretos. Crunch, crunch… Tanta muerte y tanta frescura hacen cosquillas. Crunch, crunch… Caminar en contra del viento ensordecedor. Despeinarse, ahogarse. ¿A eso vine, no? A cambiar de piel, a despeinarme, a recordar que la vida cambia y cambia. A ver como el viento revuelve hojas secas distantes, limpiando el terreno para lo que sigue.
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